Hacia mediados del siglo XX, en el tiempo en que el Estado mexicano tomó la decisión de construir una nueva casa para las grandes colecciones arqueológicas, etnográficas y artísticas de México, el Museo Nacional de Antropología gozaba del mayor de los prestigios como la más importante herramienta de la llamada educación objetiva.
"El museo es la más libre y democrática institución de cultura -escribió Daniel Rubín de la Borbolla en su proyecto para un programa general de museos destinado a México, fechado en mayo de 1959-. El aula y la biblioteca implican ya una cierta selección. El museo imparte enseñanza a cualquier visitante que viene por voluntad propia, sin imponerle condiciones de admisión, de asistencia a cursos, ni requisitos de conocimientos previos, y sin obligarlo siquiera a dar su nombre".
Entonces, los nacidos en el interior del país conformaban 69% de los habitantes de la Ciudad de México y hablaban un español salpicado de giros linguísticos y regionalismos (o bien el español era la segunda lengua para las comunidades indígenas asentadas en la capital); se estimaba que al menos una quinta parte de los capitalinos no sabía leer ni escribir, y ante estas cifras el puñado de antropólogos, arqueólogos, historiadores, museógrafos, diseñadores, artistas plásticos e ingenieros que participaron en la concepción, reorganización y construcción del nuevo sistema de museos estatales sabía bien que no hay atadura, ni lingüística ni cultural, al conocimiento que se transmite de manera visual.
Uno de los primeros desafíos que todos estos especialistas debieron enfrentar en el nuevo Museo Nacional de Antropología consistió así en comunicar, por medio del cuidadoso despliegue y montaje de las colecciones, una serie de saberes, imágenes y conceptos en torno a los orígenes del hombre en América, las civilizaciones del México antiguo y su integración en el México de mediados del siglo XX: desigual y solidario, rural y urbano, tolerante y bronco, analfabeta y libresco, unido y desparramado, autoritario y comunal, moderno y conservador. Estos saberes, imágenes y conceptos se dirigían idealmente a toda la población del país -ya fuera de manera directa por medio de los visitantes del Museo Nacional de Antropología o de la posterior réplica de su discurso en viajes y nuevas salas- y surgieron de las diversas reflexiones humanísticas que, desde su creación en 1939, adoptó el Instituto Nacional de Antropología e Historia, para luego articularlas y desarrollarlas en torno a su misión de gobierno: preservar, estudiar y difundir el patrimonio nacional.
Desde finales del siglo XIX ninguna otra institución educativa había mostrado tal capacidad para transmitir saberes, imágenes y conceptos del mundo natural y la historia con la eficacia de un museo. Por otra parte, el espacio del museo se debía asimismo a las tareas de investigación, pues en él los estudiosos tenían un trato directo con los materiales del pasado.
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